Píntalo de negro

THOMAS BERNHARD

Tres editoriales reeditan seis novelas del escritor austriaco

La enfermedad, la muerte, el suicidio, el asesinato, la soledad, la destrucción, la autodestrucción, la locura, la iniquidad moral, la frustración, el odio, la violencia, la nada, la maldad del Estado (austríaco, para más señas) y de las religiones, la falta de sentido de todo, la inutilidad de vivir, el derrumbe, el dolor, la desesperanza y, en fin, el horror en general y por lo general, he aquí la paleta de temas habituales de Thomas Bernhard, el escritor tenido por el más pesimista y difícil del siglo XX.

Algunos dirán que las librerías españolas solo están llenas de libros comerciales, frívolos e insustanciales. Hombre, pues no. Además de Cátedra (Los comebarato, 1980), otras dos editoriales, Alianza -Goethe se muere (1982), Tala (1984)- y Alfaguara -con Anagrama, los tres pilares de la difusión de Bernhard en España- han publicado en estos meses -semanas, días- nada menos que seis novelas del escritor austríaco, todas reediciones y alguna por partida doble y simultánea.

Miguel Saénz, el traductor al español de cabecera y biógrafo (Siruela) de Thomas Bernhard, le decía a Elvira Huelbes en reciente entrevista que los libros del escritor se venden poquísimo: esos temas y, además, la escritura de un tirón, sin puntos y aparte, sin diálogos, con idas y venidas, sucesión de frases subordinadas y yuxtapuestas, larguísimos monólogos, sin alivio, ay. Pero existen otras compensaciones.

Además, acaban de aparecer parte de sus cartas. Correspondencia(1961-1988) (Cómplices) reúne las cartas cruzadas entre Bernhard y Siegfred Unseld, su editor durante cerca de 30 años, relación, como todas, de amor y odio (el odio lo ponía el escritor), declaraciones de pasión eterna y de ruptura inmediata, rosario de quejas (del escritor): mala promoción, poco dinero.

¿Atractivos? Amén de la visión de la vida, que tiene sus partidarios, el lenguaje. Torrencial (con perdón), absorbente, hipnótico. Y no solo Javier Marías opina que el atroz pesimismo, el nihilismo y la negrura de Bernhard llegan a tal extremo que, cómo decirlo, al pasarse tanto de rosca se produce una ruptura, un chispazo, y el lector, entonces, transita de la mueca de espanto a la sonrisa. Bernhard, ese humorista.

El material básico de Bernhard fue su propia vida. Y, en su vida, los factores más esenciales fueron: la ausencia de los padres, la enfermedad crónica, su abuelo, su compañera durante más de 30 años y la música. La música, menos mal.

Thomas Bernhard nació en 1931, en Heerlen (Holanda), en un hospital para madres solteras. La suya, Herta, tenía 27 años, y lo facturó inmediatamente a la casa de sus abuelos, en Salzburgo. Años después, Bernhard viviría algún tiempo con su madre y (Herta se casó con otro hombre) con su padrastro, pero la fractura ya estaba hecha, y probablemente está en la base del mal concepto sobre las mujeres que se detecta en la obra del escritor.

El abuelo, Johannes Freumbichler, hijo de agricultores, llegó a ser un afamado y desahogado escritor, pero antes las pasó canutas, con su mujer trabajando de criada y de niñera. A Bernhard le tocó educarse, por los tiempos, en un colegio nazi, primero, y católico, después. Se largó antes de terminar, pero quedó tocado.

Su abuelo le proporcionó su educación fundamental y le transmitió su amor por las letras y por la música. Thomas estudió más tarde música e interpretación en el Mozart Museum de Salzburgo -la música recorre su obra-, e iba para cantante o actor, con muy buena voz, pero se entrometió la enfermedad.

La enfermedad empezó a los 18 años, una tuberculosis pulmonar, que degeneró en una cosa malísima, una sarcoidosis, que lo llevó a sanatorios y hospitales sin solución, que lo acompañó y lo mantuvo en jaque el resto de su existencia y que, a no dudarlo, condicionó su actitud ante la vida y, desde luego -médicos, enfermos-, muchos argumentos de sus obras.

Al comienzo de El frío (1981), Bernhard colocó esta frase de Novalis: «Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma». Ahí está todo. El frío forma parte de su ciclo más aclamado, los cinco volúmenes de su autobiografía: antes, El origen (1975), El sótano (1976) y El aliento (1978) y, después, Un niño (1982). Están todos en Anagrama.

Murió el querido abuelo (1949), murió (menos querida) la madre (1950), y Thomas Bernhard acababa de conocer a Hedwig Stavianicek, rica por casa, viuda de médico, enfermera y, ojo al dato, 37 años mayor que él. Nunca -es un decir- se separaron. Hedwig fue su sostén material (al principio), intelectual (su crítica, su impulsora) y afectivo (su compañera) durante más de tres décadas. Llegaron a disfrutar de tres casas opíparas a la vez y, cuando la salud de él no daba guerra, viajaron mucho (por España, también). Se alojaban durante semanas en hoteles, él se encerraba a escribir y ella paseaba. Se veían a la hora de comer. Bernhard dijo que Hedwig lo fue todo para él, si bien Sáenz, en el prólogo a Hormigón (1982) y Extinción (1986), las dos novelas largas y de última etapa que Alfaguara acaba de reditar en un solo volumen, parece sugerir -no he leído, lamentablemente, su biografía- que la suya también fue una relación de amor-odio.

Bernahrd fue un gran poeta y comenzó, precisamente, publicando durante algunos años poesía (Así en la tierra como en el infierno, 1957). Sus primeras novelas, Amras y Helada son de 1963. Su producción como novelista -libros de corta extensión, sobre todo- fue muy abundante y, con riesgo de error, tal vez sea Trastorno (1966), ahora reeditada por Alianza, su obra magistral.

Pero, desde principios de los 60 y hasta el último momento, Thomas Bernhard no paró de escribir teatro. La constante representación de sus piezas (en torno a 18), muy vinculada al Festival del Salzburgo de su infancia, le dio dinero, fama, prestigio y acrecentó hasta el paroxismo, por su destemplado y crítico punto de vista, la polémica sobre su figura y sobre su implacable mirada a la sociedad austríaca: El ignorantey el demente (1972), La partida de caza (1973) y, en fin, dando un salto enorme, La plaza de los héroes (1988), estrenada meses antes de su muerte con gran escándalo. Hedwig murió en 1984, a los 90 años, y Thomas Bernhard, cinco años después, a los 58. Están enterrados juntos. Eso sí, junto al marido de ella.